Laicismo y educación en México

Laicismo y educaciòn en México




En México la educación laica, entendida como el desarrollo de una actividad docente que prescinde de la instrucción religiosa, se fraguó en los comienzos del siglo XIX mediante la acción de la corriente liberal. Valentín Gómez Farías, José María Luis Mora, Ignacio Ramírez, Melchor Ocampo y Benito Juárez primero y Justo Sierra, Gabino Barreda y Manuel Baranda después, sentaron las bases de la separación entre la escuela y la iglesia: La libertad de enseñanza proclamada en la Constitución de l857 tuvo el sentido de romper con el monopolio que el clero ejercía en el territorio educativo para abrir paso al establecimiento de escuelas particulares laicas y a la inicial construcción de un sistema educativo público.
El debate sobre la educación laica en el Congreso Constituyente de l9l6-l7 y en fechas posteriores estuvo marcado por la respuestas radicales a la beligerancia del Clero político y de las fuerzas más conservadoras que pretendieron incluso desconocer la recién promulgada Carta Magna. Los brotes de educación antirreligiosa que ello produjo pronto fueron sustituidos por posiciones alternativas que pugnaban por una educación socialista. Pero en l946 se llegó a la redacción de un texto constitucional (Art. 3o.) que mantuvo como eje de los contenidos educativos el resultado del conocimiento científico y la lucha contra la intolerancia y los fanatismos y que, además, definió a la educación pública como democrática y gratuita.

El laicismo, en tanto principio elemental que salvaguarda la autonomía de las actividades humanas, debe mantenerse en la escuela y en la sociedad toda. Esto supone que en la enseñanza pública no puede ni debe incorporarse la enseñanza o práctica de culto alguno.
En efecto, es inadmisible volver a una escuela parroquial que invocando datos censales sobre el credo mayoritario, pretenda imponer el predominio de la religión católica. En primer lugar ninguna Iglesia puede proclamar su hegemonía. Hay muchas iglesias y uno de los rasgos destacados de la contemporaneidad es el reconocimiento de todas sin ventaja de ninguna. Por otra parte, la manera como los creyentes asumen su idea de la religión es variada en extremo.
Así pues, la pluralidad implica el respeto a todos y no sólo a un culto.
Debe por tanto mantenerse celosamente la libertad de cultos que implica creer en algo o no creer en nada o, incluso, asumir una posición de escepticismo que es la de mantener dudas sobre el fenómeno religioso.
Un laicismo moderno debe superar cualquier posición beligerante en torno a las creencias religiosas, pero está obligado también a mantener una convicción firme en la defensa del conocimiento científico y del respeto a quienes no profesan ninguna religión. Esto último debe manifestarse no sólo en la educación sino en todas las esferas de la vida pública.

La educación laica no debe suponer ni la carga antirreligiosa ni la neutralidad. Si bien es clara la separación absoluta entre los contenidos escolares y cualquier culto religioso, no debe negarse a los educandos una elemental y bien graduada información sobre la historia de las religiones y su presencia en el mundo contemporáneo. Ello forma parte de la historia de la cultura y de la geografía humana actual. La mundialización de los conocimientos que exige nuestra época implica que, en igualdad de circunstancias, se exponga ante los alumnos el mapa religioso, antiguo y actual, y que cada una de esas opciones sea tratada con respeto y objetividad. Significativamente, la mejor prevención contra cualquier visión globalizadora arrasante y avasalladora es el conocimiento de las historias y las razones nacionales y locales, incluidos los cultos y creencias.
Debe ser parte de nuestra educación el conocimiento de la raíz judeocristiana que está en la base de nuestra cultura, pero también debe existir un espacio creciente para el conocimiento de las religiones y creencias de los pueblos prehispánicos. El budismo, el islamismo, el shintoismo, el confucianismo y otras religiones importantes por el número de sus adherentes y por el papel que sus pueblos han jugado en la historia, deben formar parte de los contenidos escolares.
Pero no sólo eso. Es necesario que, muy lejos de la estrecha y dañina concepción escuela-parroquia, se acredite una visión ecuménica, en el sentido originario e histórico de la palabra: universal, como base de la educación de nuestro tiempo.
También es pertinente reivindicar el sustrato humanista de la mayoría de las religiones. Encontrar y resaltar los valores comunes en ellas y hoy vigentes es abrir puertas a la comprensión y a la fraternidad.
En suma, un laicismo moderno implica afirmaciones más que negaciones, inclusiones más que exclusiones. Pero su base es clara: la educación debe estar fincada, esencialmente, en los resultados del conocimiento científico y en el resguardo de los valores democráticos y éticos que comparte la humanidad.